Al preguntarle a las personas, ¿qué es para vos una buena educación? Las respuestas siempre empiezan igual: “aprender a leer y escribir” y “matemáticas”. Algunos agregan «valores» y la respuesta suele completarse con una lista de disciplinas que casi siempre incluye Historia, Geografía, Deportes y Arte. Pero lo fundamental es que sobre esta sagrada trinidad (lectoescritura, matemáticas y valores) generalmente están todos de acuerdo.
La lectoescritura es tan importante en nuestra valoración de la educación que suele ser la primera cifra con la que se juzga la cultura de un país. Buena parte del prestigio educativo de nuestro país durante el pasado siglo se basó en sus (por entonces muy altas) tasas de alfabetización.
Leer y escribir son habilidades esenciales para estar informado y para comunicarse. Pero la lectoescritura tiene un objetivo pedagógico mucho más ambicioso que enviar un SMS o leer un periódico. Quien sabe leer y escribir puede aprender cosas nuevas de manera más fácil.
Gracias a la información disponible en libros y páginas web un estudiante puede investigar y ampliar sus conocimientos. En otras palabras, la lectoescritura es esencial para aprender a aprender. Pero esencial no quiere decir suficiente. Leer y escribir son apenas el comienzo: hay que saber encontrar la información relevante, evaluarla y aprovecharla. La alfabetización nos da una buena caña de pesca pero no nos enseña necesariamente a pescar.
Sobre la enseñanza de las “matemáticas” en general, a nivel escolar, se suele utilizar este nombre para referirse a una parte de ella: la aritmética (es decir “saber hacer cuentas”). Vivimos rodeados de cifras y manipularlas correctamente es esencial para la vida cotidiana. En un mundo de calculadoras electrónicas podría ser discutible enseñar a hacer cuentas.
De cualquier manera, todos sabemos que las matemáticas van más allá de hacer cuentas. La pregunta realmente relevante es qué tipo de problemas aprenden a resolver. Los problemas que abundan en el sistema educativo suelen tener respuestas únicas y conocidas por el maestro o profesor. Un ejemplo clásico: “una canilla gotea a razón de 3 decilitros por hora, cuánto tiempo tardará en llenar una bañera de 500 litros”. 10 puntos si das con la respuesta correcta o menos si el razonamiento era “correcto” pero te equivocaste en la cuenta. Pero hay otro tipo de problemas, mucho más desafiantes, que rodean a los alumnos del siglo XXI, problemas que ni maestros ni alumnos saben la solución.
No hay aprendizaje sin motivación y esta no puede venir dictada por señores importantes desde ministerios marmolados. Si los niños van a investigar que lo hagan con cosas que les son relevantes a ellos y no a los adultos. ¿La distribución de figuritas ensobradas es realmente al azar o realmente existen figus “difíciles”? ¿Se puede resucitar a un hámster muerto? ¿Hay formas efectivas de disminuir el bullying?
Es imprescindible entender que el objetivo central de plantear este tipo de preguntas no es hallar una respuesta concreta. Si se encuentra, genial, pero lo importante es capacitarse para enfrentarse a lo no conocido y aprender que el conocimiento no es estático: es inventable. Estamos acostumbrados a vivir con un sistema educativo que califica positivamente a quienes logran resolver problemas para los que ya se conocen las respuestas. En otras palabras, se premia el hecho de aplicar un conocimiento técnico.
Lo que mueve a la sociedad del conocimiento es inventar nuevas preguntas, investigarlas, descubrir posibles respuestas y descartar otras. Fábricas donde construir tecnologías antiguas hay a patadas; laboratorios donde inventar lo nuevo hay muchos menos.
Las matemáticas y la lectoescritura son herramientas esenciales para el futuro de nuestros niños. Pero su relevancia va mucho más allá que sus aplicaciones inmediatas. Tenemos que dejarlas de ver como un fin en sí mismo y volver a preguntarnos cuáles son los objetivos concretos para los que queremos enseñarlas.
Fuente: Gonzalo Frasca - escuelalab.com Imagen: www.elconfidencial.com
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