Considerada la piedra angular del sistema educativo nacional, esta ley no solo organizó la educación primaria desde un punto de vista legal, sino que también instauró un modelo pedagógico con profundas implicancias para la enseñanza, la formación docente y la construcción de ciudadanía.
El enfoque de la Ley 1.420 fue revolucionario para su época: estableció la obligatoriedad de la escuela primaria, garantizó la gratuidad de la enseñanza y afirmó la laicidad como principio rector. Más allá del contenido jurídico, este marco permitió pensar a la escuela como institución pública, igualadora de oportunidades y formadora de sujetos libres y autónomos.
Desde una mirada pedagógica, la ley promovió un modelo de enseñanza gradual, sistemática y científica, inspirado en las corrientes positivistas del siglo XIX. Esto se tradujo en un enfoque que valorizaba la razón, el método y la evidencia como herramientas para el aprendizaje. En ese sentido, se potenció la profesionalización de la tarea docente y la creación de Escuelas Normales, que formaban a los futuros maestros bajo estos principios.
Además, la ley impulsó la organización escolar moderna: estableció programas, reglamentos, inspecciones y estructuras administrativas que aún hoy forman parte del entramado educativo. También marcó una nueva relación entre el Estado y la educación, dejando en claro que esta no era una tarea exclusiva de las familias o de la Iglesia, sino una responsabilidad pública.
A 141 años de su promulgación, el espíritu pedagógico de la Ley 1.420 sigue siendo un faro. Nos recuerda que enseñar es un acto político y transformador; que garantizar el acceso al conocimiento es condición necesaria para una sociedad más justa; y que la escuela, aún con sus tensiones y desafíos, sigue siendo el espacio donde se construyen sentidos, ciudadanía y futuro.
En tiempos de revisión y debate sobre el rumbo de la educación, volver a los principios fundacionales de esta ley es una oportunidad para repensar qué escuela queremos y para quiénes.