En un mundo cada vez más digitalizado y estructurado, el tiempo que los niños pasan jugando al aire libre se ha reducido drásticamente.
Menos tiempo afuera, más consecuencias adentro
Según un informe de la organización internacional Children & Nature Network, los niños pasan en promedio menos de 60 minutos por día al aire libre, es decir, menos tiempo que los reclusos en algunas cárceles. Al mismo tiempo, pasan entre 4 y 6 horas frente a pantallas, incluso en edades tempranas.
Esta falta de contacto con el entorno natural no es menor: estudios en neurociencia y psicología infantil muestran que el juego libre al aire libre mejora el estado de ánimo, reduce el estrés, fortalece el sistema inmunológico y favorece el desarrollo de habilidades sociales, cognitivas y motrices.
¿Por qué el juego al aire libre es tan importante?
Cuando los chicos juegan afuera, no solo se mueven más: también desarrollan autonomía, imaginación, tolerancia a la frustración y vínculos más genuinos con sus pares. Están resolviendo conflictos sin intervención adulta, inventando reglas, tomando decisiones, corriendo riesgos calculados.
Además, el contacto con la naturaleza tiene un impacto directo en la regulación emocional. Un estudio publicado en Frontiers in Psychology reveló que los niños que pasan tiempo al aire libre presentan menores niveles de ansiedad, depresión y agresividad. El aire libre descomprime, oxigena, tranquiliza. Literalmente.
El espacio importa, pero la actitud también
Si bien no todos tienen acceso a plazas arboladas o patios amplios, el juego al aire libre puede darse en distintas escalas: desde una vereda tranquila hasta un parque público o la terraza de un edificio. La clave está en generar oportunidades para el movimiento espontáneo, sin estructuras rígidas, sin pantallas y sin apuro.
Como sociedad, tenemos el desafío de devolverles a los niños el derecho al juego libre y al contacto con el entorno natural. No se trata de nostalgia, sino de salud. Jugar afuera no es un lujo: es una necesidad biológica y emocional.