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El juego en la primera infancia: por qué es clave para el desarrollo cognitivo y cómo potenciarlo

El juego es mucho más que entretenimiento. En la primera infancia, es la herramienta central para desarrollar habilidades cognitivas, emocionales y sociales. Qué dice la evidencia y cómo pueden acompañar familias y escuelas.

El juego como motor del desarrollo cognitivo en la primera infancia

Cuando un niño juega, no “pierde tiempo”: construye mundo. La ciencia lo confirma una y otra vez. En los primeros años de vida, el juego es la actividad más poderosa para estimular el cerebro, fortalecer conexiones neuronales y sentar las bases de la atención, el lenguaje, la memoria y la resolución de problemas. A pesar de esto, todavía persiste la idea de que “lo serio” está en los cuadernos, y que jugar es apenas un recreo. Nada más lejos de la realidad.

La primera infancia es una etapa explosiva en términos de desarrollo: el cerebro alcanza el 90% de su tamaño adulto antes de los 6 años. Es el momento donde la curiosidad manda, donde explorar es un acto natural y donde aprender se vuelve casi tan automático como respirar. En ese escenario, el juego no es un accesorio: es la vía principal para aprender.


Juego libre: el laboratorio natural de la inteligencia

Uno de los motores más potentes del desarrollo cognitivo es el juego libre. Cuando los chicos inventan reglas, crean historias o transforman objetos cotidianos en universos imaginarios, están poniendo en marcha procesos complejos: planificación, memoria de trabajo, flexibilidad cognitiva y atención sostenida.

El juego simbólico —ese en el que una caja se convierte en barco y una cuchara en micrófono— impulsa habilidades que más tarde serán fundamentales para la lectoescritura y el pensamiento abstracto. No es casual que las pedagogías más influyentes del mundo, desde Montessori hasta Reggio Emilia, consideren al juego como el corazón del aprendizaje temprano.

Además, el juego libre permite que cada niño avance a su ritmo. Ahí, donde los adultos ven caos, en realidad hay un entrenamiento sofisticado: negociar roles, resolver conflictos, tomar decisiones y anticipar consecuencias. Todo eso ocurre mientras arman una torre o persiguen una pelota.


Juego guiado: cuando la intervención adulta potencia el aprendizaje

Jugar no siempre significa ausencia de adultos. El juego guiado —una interacción lúdica con intervención mínima pero estratégica del adulto— es otra pieza clave. El rol no es dirigir, sino provocar preguntas, extender el pensamiento, ofrecer vocabulario y ayudar a que el niño descubra nuevas posibilidades.

Un adulto que pregunta “¿qué pasaría si…?” o “¿cómo podrías hacer para que no se caiga la torre?” está estimulando procesos cognitivos superiores. La evidencia muestra que este tipo de acompañamiento mejora habilidades matemáticas tempranas, favorece el lenguaje y despierta un pensamiento más crítico.

Las escuelas de nivel inicial tienen un desafío interesante aquí: planificar experiencias lúdicas que combinen libertad con oportunidades estructuradas de aprendizaje. No se trata de llenar la sala de juguetes, sino de crear ambientes ricos en materiales, desafíos y vínculos.


Juego y atención: entrenar el cerebro sin ejercicios rígidos

Una de las preocupaciones más frecuentes de las familias es la atención. Y aunque parezca irónico, jugar es una de las formas más efectivas de entrenarla. Los juegos que requieren turnos, reglas simples o seguimiento de instrucciones favorecen la atención sostenida y el control inhibitorio, habilidades fundamentales para la vida escolar.

Los clásicos —memotest, rompecabezas, bloques, ritmo y movimiento— son en realidad gimnasios cognitivos que no necesitan pantallas ni grandes inversiones. Cuando un niño se queda absorto acomodando piezas o decide esperar su turno en un juego grupal, está ejercitando la parte del cerebro responsable de planificar y regular conductas.


Juego al aire libre: el combustible del cerebro en desarrollo

Moverse también es pensar. El juego activo —correr, trepar, saltar, columpiarse— tiene un impacto directo en el desarrollo cognitivo. La motricidad gruesa está profundamente conectada con áreas del cerebro responsables de la atención, el lenguaje y la autorregulación. Por eso, el aire libre no debería ser un lujo, sino una política educativa.

Además, la naturaleza introduce un elemento que ningún juguete ofrece: incertidumbre. Terrenos irregulares, objetos no estructurados y estímulos variados favorecen la creatividad y la resolución de problemas.


Menos pantallas, más juego real

En un mundo hiperconectado, las pantallas aparecen como tentación rápida. Pero la evidencia es clara: antes de los 6 años, el exceso de exposición digital puede interferir en el desarrollo del lenguaje, la autorregulación y la capacidad de juego independiente. No se trata de demonizar la tecnología, sino de equilibrarla. Nada reemplaza la interacción real, el movimiento y la creatividad espontánea.


Jugar es aprender, y necesita lugar en la agenda

Reconocer el valor del juego implica tomar decisiones: más tiempo de juego en jardines, ambientes preparados, materiales diversos, patios activos y adultos presentes que acompañen sin invadir. El juego es un asunto serio, aunque llegue envuelto en risas, arena y plastilina.

Si la infancia es el terreno fértil del aprendizaje, entonces el juego es la herramienta que lo hace posible. Y darle espacio no es un gesto simpático: es una apuesta concreta al desarrollo cognitivo, emocional y social de los chicos. En otras palabras, es invertir en su futuro.