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Crusat: «El traductor es alguien que vive entre lenguas e identidades»

Con una bitácora de errancia a cuestas que lo ha llevado a vivir y ejercer la docencia en España, Francia, Estados Unidos, Marruecos y Países Bajos, el escritor Cristian Crusat hace extensiva parte de esa experiencia al protagonista de su novela «Europa Automatiek», un joven docente y traductor que vive recluido en su departamento de la capital holandesa, mientras vuelve a mirar viejos capítulos de la serie «Los Soprano» para eludir un futuro que languidece al ritmo de las crisis que han sumergido a Europa en un horizonte de incertidumbre perpetua.

La elección de un narrador de profesión traductor no parece antojadiza en esta historia.

¿Hay un diálogo o juego de simetrías entre ese hombre que cabalga entre lenguas y culturas sin lograr encajar o construir una pertenencia, con el oficio de quien intenta descifrar los vasos comunicantes entre distintos idiomas, que va en busca de una clave de lectura que vuelva legible aquello que puede resultar inteligible para quien ignora la otra lengua?

– Cristian Crusat: Sí, el traductor es alguien que vive en mitad de ninguna parte, entre lenguas e identidades, interpretando continuamente gestos y expresiones, una metáfora de la condición humana en un mundo globalizado, sin centro fijo, un mundo desconcertante y sujeto a la diferencia y al cambio continuo. Conozco bien esa sensación. Pero, además, la traducción representa un pilar esencial de la ideología predominante y de la cultural mundial capitalista y transnacional, la cual parecía vagamente amenazada en 2011. Más que un ejercicio útil o deseable, la traducción acaba siendo un imperativo en las sociedades industrializadas: puesto que las barreras lingüísticas son obstáculos a la libre circulación de mercancías, deben ser superadas mediante la traducción. Y recordemos el papel de Lutero en todo esto, que fue traductor de la Biblia, así como el precario espacio económico en el que operan en muchas ocasiones los traductores.

La voces preponderantes del relato tienen una relación de ajenidad, de extranjería, con el espacio y la cultura en la que transcurren los hechos ¿Esa elección de un protagonista que se sitúa por fuera, que de alguna manera está des-implicado, establece un diálogo con la posición en la que te ubicás como escritor para contar una historia parcialmente autobiográfica?

– Cristian Crusat: Ese, en efecto, es uno de los aspectos en los que más se me parece el personaje. Ambos tenemos doble nacionalidad. En mi caso particular, este hecho me hizo sentir desde muy pequeño que la vida sucede también en otra parte, que siempre está pasando algo en otro lugar. En cierto modo, escribo sobre lo que pasa mientras no estoy. Y aunque yo no soy exactamente el personaje de «Europa Automatiek», este sí se integra, en cambio, en una serie de figuraciones identitarias mediante las que se modulan y conforman distintos personajes, cuyas peripecias dan cuenta del ángulo desde el que yo, como escritor, observo el mundo.

¿Cuánto se ha complejizado ese escenario que describe el texto con el escenario instalado por la pandemia? Si tomamos en cuenta el viraje de los discursos que en los primeros tiempos de este cimbronazo global iluminaban teorías sobre un cambio sustancial de paradigma, una mejora en las condiciones generales de vida y hasta una actitud más responsable de los Estados hacia esta escena presente en la que la gran incógnita pasa por dilucidar cuando volveremos a recuperar la vida que teníamos antes se podría pensar que este proceso no dará lugar a ningún replanteo. ¿Cuál es tu perspectiva al respecto?

-C.C.: La novela comienza en 2011, un año en el que se produjeron muchos movimientos de emancipación (15-M en España, la Primavera Árabe, Occupy Wall Street, las protestas en la egipcia Plaza Tahrir), pero también de otros más oscuros: sin ir más lejos, en 2011, el ultraderechista Geert Wilders (quien ha propuesto un Nexit, es decir, la salida de Holanda de la UE) estuvo a un paso de convertirse en primer ministro holandés y Anders Breivik asesinó a casi ochenta personas en Noruega. Durante esos meses hubo una tensión extrema. ¿Y qué pasó? Recuerdo que por aquellos días (Slavoj) Žižek afirmó que la situación era tan frágil que cualquier acontecimiento, «como una nueva guerra en Oriente Próximo», podría alterar drásticamente sus coordenadas. Poco después estalló la guerra de Siria y la brújula geopolítica no ha hecho más que retemblar desde entonces, mientras nos inoculan más y más estrés (político, laboral, económico…).

Y ahora, tras la pandemia, este proceso se ha agudizado. Los avances tecnológicos, el mercado y la política rivalizan como principios fundamentales para ocupar el espacio articulador de los principios de Europa. Es espantoso. Una tristísima mezcla de estos tres principios ha erosionado nuestra experiencia de manera abrumadora, arrojando un saldo de ruina económica, desesperación y locura. Venimos de un escenario en el que tu capacidad de emprendimiento te definía. Nos aproximamos a un nuevo escenario en el que la temperatura corporal lo dirá todo de nosotros. No soy muy optimista al respecto. Pero también soy consciente de que es un proceso al que se ha enfrentado muchas veces el ser humano, que está atrapado siempre en la frontera entre el mundo natural del que se ha expulsado a sí mismo y el mundo social que ha ido construyendo. Me temo que seguiremos adelante como siempre, pero pagando un mayor peaje en cuanto a lo que deberemos reprimir.

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