La cultura del estímulo constante ha generado miedos entre los padres de hoy. Entre ellos, la máxima de que los niños nunca deberían estar aburridos. Ocurre que aburrirse forma parte de la vida y, al parecer, es un mecanismo crucial para fomentar la creatividad y la autoestima.
Aburrirse no es una enfermedad; es más, saber aburrirse desde la infancia va camino de convertirse en ventaja competitiva, al ser cada vez más difícil hacerlo a la antigua usanza, sin el estímulo constante de teléfonos, tablets y otros dispositivos con pantalla y acceso a las posibilidades inabarcables de Internet, en cualquier momento y lugar; o sin la programación de actividades extraescolares.
Los niños están perdiendo sus momentos de introspección y «atención involuntaria», debido a la aversión contemporánea a aburrirse, «curada» con el acceso instantáneo a ocio a través de cualquiera de las pantallas que se adaptan mejor que nunca a cualquier situación. O a la programación extraescolar, en ocasiones digna de una celebridad con entrenador personal.
Y, tras dejar de aburrirse, se perdió la capacidad de divagar. En los niños, aparece un agravante: se trata de la primera generación que crece en un entorno hiperconectado, con terminales que ofrecen acceso a cualquier tipo de ocio al instante. A menudo, damos por sentado que los últimos en llegar compartirán nuestros valores y concepción del universo, desde lo más inmediato a lo universal.
Cuando contemplamos, paseamos, divagamos (o nos aburrimos, entendiendo como «aburrimiento» un instante de reflexión sin recurrir a una pantalla -móvil, tableta, portátil, televisión- ni a otros mecanismos de gratificación instantánea), ajenos a la acuciante presión de ser productivos, potenciamos nuestra capacidad para reflexionar sobre el contexto, la existencia, lo que nos rodea.
Es esta reflexión, o habilidad para dejar ir nuestra mente -mientras observamos un bosque, paseamos, nos ejercitamos, nos distraemos con un libro o realizando alguna manualidad, etc.-, la que reduce la fatiga cerebral y, de paso, estimula la creatividad.
Según los últimos estudios, la introspección y los entornos que invitan a la reflexión, como un paseo por el parque o el bosque, estimulan la llamada «atención involuntaria»: momentos meditabundos en que nos dedicamos al pensamiento reflexivo, tranquilo, en donde nuestra mente se permite el lujo de imaginar, asociar con la frescura de un niño.
Fuente: faircompanies.com - www.educaciontrespuntocero.com Imagen: www.grupomanum.com
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